Hay un programa de televisión que conduce la Madre Angélica en Estados Unidos (EWTN), en donde se relató un episodio poco conocido de la vida Juan Pablo II.
Es un episodio muy interesante y conmovedor. Sucede que un sacerdote norteamericano de la diócesis de Nueva York viajó a Roma y se disponía a rezar en una de las parroquias de esta ciudad. Al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta de que conocía a aquel hombre. Grande fue su sorpresa cuando reconoció en ese mendigo a un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él.
Ahora, sin embargo, apenas lo reconocía por su descuidada apariencia y en un estado deplorable al mendigar por las calles.
El sacerdote, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Ante ello quedó profundamente estremecido. Sin embargo trato de darle unas palabras de consuelo. Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa al que podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre.
Al llegar su turno sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa.
Un día después, el sacerdote venido de Nueva York recibió la invitación del Vaticano para cenar con el Papa, en la que se le solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse. El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que lo dejara solo con el mendigo.
Ya a solas, y le pidió al mendigo que escuchara su confesión, que quería confesarse con él. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: "Una vez sacerdote, sacerdote siempre". "Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero", insistió el mendigo. "Yo soy el obispo de Roma, me puedo encargar de eso", dijo el Papa.
El hombre, rendido ante la insistencia del Papa, escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.
Casi sobran comentarios de este relato que hizo público el mismo sacerdote, en donde podemos aprender por lo menos dos cosas: Por un lado, el afán insaciable del Papa por salvar a todas las almas. Al oír hablar de un sacerdote que se había alejado de Dios, quiso hacer lo posible por regresarlo.
Y, por otro, también podemos aprender a tener esperanza en el hombre que siempre puede reconciliarse con Dios en esta vida no importando su condición, ni lo alejado que se halle. Imitemos ese afán del Papa por acercar almas a Dios y, nosotros mismos, no perdamos nunca la esperanza de reconciliarnos con Dios.
Agradezco el generosos aporte de esta joya, a la Señora Profesional Médica Dra KARIN DAUB.
28 ene 2009
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